viernes, 17 de junio de 2016

Lolei. Memorias de lo inconfesable (38)


CAPITULO
38

-¿Por qué no me avisaste antes? ¿No te das cuenta el tiempo que perdimos, las idas y venidas al pedo que hice? Días enteros buscando lugares, hablando con gente indeseable, averiguando opciones secundarias, ¿y vos recién ahora me desayunás con esto? ¿Cuánto hace que tenés este papel?
El viejo me miraba absorto, con el rictus furtivo de un perro que volteó una olla. Como le costaba dar una aclaración veraz, se enredó en pretextos aleatorios sobre su enfermedad, su repentina pérdida de la memoria. Subterfugios que ni él mismo se creía.
La noticia que me tenía preparada desde la noche anterior databa sobre la existencia de un comprobante del Correo Argentino mediante el cual el abogado que ahora tenía el expediente sobre su jubilación, lo citaba a presentarse en su oficina para agregar pruebas sobre el trámite iniciado hacía cuatro años. La notificación estaba fechada en el mes de marzo, es decir, tres meses antes de conocernos.
Obviamente, el viejo no sólo desoyó la citación sino que la escondió celosamente, tal vez sospechando de un probable revés en la resolución de la causa. Y, peor aún, se mantuvo en silencio hasta esa misma mañana, cuando ya habían pasado casi siete meses desde el llamado. No entendía por qué había decidido dilatar la consulta y perder un lapso por demás valioso ocultando ese detalle. A esa altura, entender ya no era necesario; tratar de buscar razones significaba seguir perdiendo tiempo.
En alguna de mis llegadas a deshora como la de la noche anterior, el viejo se ponía incisivo con sus preguntas: “¿Adónde fuiste?” “¿Con quién estuviste?” “¿Por qué llegás a esta hora?” “Me debés una explicación...”. Solía examinarme con arremetido coraje y una buena dosis de caradurez. Yo había aprendido a responder: “¿Te debo una explicación? Mejor te pago con una excusa”.
Desde que no doy explicaciones a nadie, me siento un poco más libre. Pues en casos como el ocultamiento de una información tan valiosa, y ante la gravitación de las dudas que surgían de su comportamiento, decreté que los roles se invertían, y en lugar de pedir explicaciones, daba validez a sus excusas para que fuera libre de responder lo que le diera la gana, aún a riesgo de saber que con sus evasivas no lograba más que entorpecer la realidad. Acto seguido, lo más conveniente era seguir adelante, poner manos a la obra.
Aquella misma tarde telefoneé al abogado y me citó en su estudio para la mañana siguiente. Vivía en Plaza Olazábal, entre la avenida 7 y la diagonal 107, en una gran casa cuya fachada ocupaba todo el ancho de esa pequeña cuadra.
Me recibió él mismo y me hizo ingresar a su despacho. Fue claro y contundente: el expediente estaba viciado de irregularidades, lleno de argumentos que no convencían a los funcionarios sobre su derrotero durante la dictadura, su exilio y su posterior regreso al país. Lolei no podía justificar los años que le faltaban para completar las tres décadas de aportes jubilatorios.
-Me moví hasta donde pude, de ahora en más, todo queda en sus manos-, me dijo extendiéndome en legajo.
-¿Ya está, no hay nada más para hacer, acá termina todo?-, cuestioné incrédulo, asombrado.
-Existe la posibilidad de reiniciar el trámite desde cero, pero llevará su tiempo. Y también su costo económico. Los abogados no hacemos beneficencia.
-Ya lo sé –dije-, por eso son abogados. Pero él no está en condiciones de pagar sus servicios, tampoco yo puedo hacerlo. Él vive gracias a lo poco que logro darle. No tenemos dinero.
-Lo siento mucho por ustedes. Yo te doy la documentación, y si lográs conseguir un abogado que no te cobre un solo peso por el trabajo, avísame así te mando mis felicitaciones. Te repito: al menos yo, no hago caridad. Lo hice hasta ahora con este caso, y ganamos nada, ni yo ni él.
-Le agradezco su sinceridad –reconocí, ya levantándome de la silla-, pero antes de irme, permítame preguntarle si es realmente factible que algún día pueda salirle la jubilación a este hombre. En este momento está enfermo, en situación de abandono, sin nadie que lo ayude, sin percibir ningún beneficio. ¿Puede servir esto de atenuante para conseguir, al menos, una pensión graciable?
-Te digo lo mismo que antes: el expediente presenta muchas anomalías. Si no conseguís un buen abogado, intentá acercarte vos mismo al Instituto de Previsión Social. Será un trajinar engorroso, te lo advierto; no resulta nada fácil que te atienda la persona adecuada, y más si no tenés experiencia en moverte dentro los laberintos de la burocracia previsional. Pero podés hacer el intento. De mi parte, te repito: puedo hacer el trabajo desde el comienzo, pero necesitaré dinero antes de empezar.
Tomé la documentación y la guardé en la mochila. Estuve tentado de preguntarle si se le adeudaba algo por los servicios, pero intuí que en caso de deberle, ya me lo hubiese advertido.
Mientras me acompañaba hasta la puerta me extendió una pequeña tarjeta de presentación. “Por las dudas”, me dijo. La puse en mi bolsillo. Y con un sentimiento de derrota ya corriente por aquellos días, caminé lentamente hasta mi casa, pensando en la manera de comunicarle a Lolei los resultados de la visita.
La tarjeta del abogado la tuve guardada durante años entre mis papeles. Un día lo reconocí en una fotografía de un diario, jurando como ministro de Ambiente y Desarrollo Sustentable. Le había ido bastante mejor que a nosotros.

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(XXXVIII)

Para: Hugo Cavalcanti Palacios
Jujuy 1261
7600 Mar del Plata
Argentina

De: Alan Rogerson
Chez M Hugues Danic
2 Rue Malbec E10
Bordeuax
France

28 Novembre 1985
Querido Hugo:
Gracias por tu carta. Yo te iba a plantear la misma pregunta, llevaba dos o tres meses. Te escribí hace bastante tiempo. Deben haber perdido tu carta; no importa, ya está. Sólo importa haber recibido una carta tuya.
Por lo que me entero, veo que sigues cumpliendo con nuestro deber sagrado: enriquecer a los dueños de los bares. Es muy buena política. Sigo haciendo lo mismo. Tengo crédito en bastantes bares de Burdeos. Incluso tengo crédito en varios de Pamplona; estuve cinco días en octubre y me cogí unos pedos gordos cada día. Volví borracho a Burdeos y ni me acuerdo haber pasado la frontera francesa, tanto había bebido aquel día.
Me preguntas por qué no menciono sobre mi vida sexual y ya sabes, soy muy tímido, me gusta que lo del sexo pase detrás de una puerta cerrada. Salvo cuando estoy en pedo, que no tengo complejos ni inhibiciones. ¿Sabes? Tenía una novia, pero me dejó. A lo mejor fue porque no llegaba a follarla cuando estaba bebido. No se me pone tiesa la polla cuando bebo.
Sigo trabajando en la misma escuela. He tenido problemas últimamente. Me cogí un pedo en casa de una alumna y el jefe se enteró. Habrá inconvenientes por eso.
En Navidad volveré a Inglaterra. Me echa un poco de menos estar con mi familia, con mis amigos. Sigo ahorrando dinero. Llevas razón cuando dices que nunca tendré una casa, pero soñar con una me ayuda a pasar el tiempo y me permite guardar pasta.
¿Has escrito a Kate? La veré en Navidad, estoy seguro que la pasaremos muy bien. Aquí hace frío.
Oye, amigo, hace mucho que no nos echan del cine o de Portugal. Tienes que hacer algo, es decir, tienes que volver a Europa muy pronto. Ya no hay vomitadas en las calles de Madrid, ni cagadas en las habitaciones. ¡Qué suerte están teniendo!
Me despido. Te quiero muchísimo, un montón. El afecto de tu amigo para siempre
Alan


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