jueves, 9 de junio de 2016

Lolei. Memorias de lo inconfesable (37)


CAPITULO
37

El doctor Mario Browne me atendió al día siguiente. Logré comunicarme desde un teléfono público a la salida de una clase en la facultad. Me presenté y expliqué los motivos de la llamada. Cuando nombré a Lolei pareció gratamente sorprendido. “Hace mucho no tengo novedades de él”, dijo. Solicité una entrevista personal. Aclaré que el viejo me había pasado una dirección de su oficina en la calle 8 y que justo en ese momento estaba a unas pocas cuadras.
Accedió sin reparos, “estaré aquí un rato más”, dijo.
Al cabo de diez minutos llegué frente al edificio. No me hizo pasar a su oficina, sino que me atendió en la puerta de calle, entre el bullicio de la peatonal. Browne aparentaba menos edad que Lolei, aunque era calvo, estaba vestido elegantemente y parecía serio y mesurado.
-He estado pensando en él-, me adelantó tras un formal saludo-¿Qué es de su vida?-, preguntó.
Expuse brevemente las vicisitudes más relevantes, haciendo hincapié en su estado de salud y las condiciones en que vivía. Mencioné la imperiosa necesidad de conocer el estado de su trámite jubilatorio.
Noté un creciente gesto de asombro y de incredulidad ante cada descripción que yo aportaba.
-Hay un problema: yo ya no tengo a mi cargo el expediente-, advirtió-. Después de ese inconveniente que tuvimos decidimos que lo más conveniente era pasarla a manos de un colega. Es raro que no te lo haya dicho.
Le manifesté que mi desconocimiento sobre el tema era casi absoluto; incluso le aclaré que recién el día anterior me había hablado de él por ese asunto y por ciertas trabas en el trámite.
-Y lo hizo porque yo se lo pedí, porque había mencionado algo como al pasar, meses atrás, y luego nunca más tocó el tema.
Me animé a preguntarle qué clase de problemas habían tenido y dijo que no importaba, “es un asunto del pasado, no tiene razón volver sobre eso”.
Al percibir que nuestra conversación ya se agotaba, le pedí datos del nuevo abogado. Hurgó en los bolsillos del pantalón, sacó una billetera y la revisó. Extrajo una tarjeta de presentación. No me la dio, sino que me hizo anotar un nombre, una dirección y un número de teléfono.
-Es la única que tengo-, se disculpó-. Andá a verlo cuando quieras a ver qué te dice. Lo único que puedo adelantarte es que la gestión está complicada, hay asuntos que no cierran; no quiero desmoralizarlos, pero veo difícil que le otorguen la jubilación, al menos en un corto plazo-, se sinceró.
No dije nada, ni siquiera atiné a preguntar las razones de su pesimismo.
Ya despidiéndome, reiteré el pedido hecho por Lolei: le dije que deseaba verlo, si no era mayor molestia, que pasara por su casa a visitarlo, más no sea como amigo. Dubitativo, Browne prometió que en algún momento lo haría.
-Me gustaría que viera usted mismo las condiciones en que está viviendo-, fue lo último que le dije.
Anoté mi número de teléfono por si deseaba llamar antes. Lo guardó en la misma billetera y nos despedimos con un apretón de manos.
-Nos vemos pronto-, agregué en el saludo.


Después de la entrevista con Browne me demoré en llegar a mi casa. Visité a una amiga, que vivía a pocas cuadras de la oficina del abogado. Charlamos un rato, entre mate y mate, sobre temas de la facultad. Como siempre me costó ventilar mis asuntos personales, preferí obviar la entrevista mantenida un rato antes.
Ya por esos días, cuando me preguntaban alguna novedad sobre el viejo, trataba de mostrarme optimista y sereno, a contar anécdotas de la vida conyugal –algunos amigos observaban en broma que Lolei era como mi pareja, y en parte algo de razón llevaban- o directamente a esquivar con elegancia la situación. Nunca me gustó cargar a mi gente cercana con angustias o preocupaciones íntimas. Pero en este caso, y después de batallar duro a solas, con el tiempo fui abriéndome en busca de compañía, de comprensión, de ayuda, de distensión. Y siempre, siempre recibí incondicionales respuestas y apoyo, sobre todo del minúsculo grupo de compañeros con quienes conviví en el trajinar diario durante aquellos meses.
Una visita sigue a la otra y, tal vez porque inconscientemente no deseaba volver a mi casa con malas noticias, pasé por una pensión de calle 50 a buscar otro de mis compañeros.
Era un hospedaje plagado de estudiantes y en la habitación de mi amigo no se acostumbraba a tomar mate. Las reuniones, sobre todo si eran de noche y más aún si hacía calor, se amenizaban con cerveza. Birra, faso, libros, música, inmejorables condimentos para solazarse después de un día intenso en actividad y abrumador en noticias. La reunión se extendió hasta casi la medianoche.
Volví demasiado tarde y, como era de esperar, Lolei estaba a los gritos. Alaridos estentóreos que oí desde la calle, desde el preciso instante en que coloqué la llave en la cerradura. Estaba agitado cuando entré a su casa.
Había estado llamándome durante las anteriores cuatro horas, según corroboré luego con el parte informativo de mis vecinas.
-Tranquilo, acá estoy-, dije con voz calma.
-Estas no son horas de llegar, hace como dos horas que te estoy llamando y no venís, ¿dónde estabas?-, inquirió con actitud policial. Y con un toque de mentira en sus dichos.
Yo, medio boleado como estaba, evité cualquier tipo de altercado y me tragué con soda la provocación. Eso de “estas no son horas de llegar” jamás me resultó simpático. Mi falta de libertad también tiene un límite.
Le avisé que esa noche la cena sería austera. “Tampoco yo voy a comer, así que guardá hambre para mañana”. Fui hasta mi departamento y al cabo de unos minutos bajé con un paquete de galletitas, una lata de paté y un vaso de leche fría.
Mientras untaba y repartía la limitada comida, le conté sobre mi encuentro con Browne y sobre el nuevo abogado. Cuando le comuniqué el nombre aseguró no conocerlo.
-¿Vendrá a verme?-, se interesó enseguida.
-Prometió venir-, respondí, contrariado por su repentino cuidado a la visita de su amigo antes que la marcha de su jubilación.
Cuando le narré sin mucho detalles el encuentro de la tarde, me resultó llamativo que no hubiese acotado ni preguntado nada al respecto. Decidí dar por terminada la jornada y anuncié mi partida.
-¿Estás borracho y un poquitín fumado, o me parece a mí?-, atacó de repente.
-¿Estás envidioso?-, combatí desde mi débil trinchera. Me miró sin decir nada-. ¿Estás envidioso porque no te traje nada?.
Adiviné en su cara que sí, estaba celoso. Me reí con ganas.
-Hasta mañana-, saludé aparatosamente.
-No te lo digo ahora porque estás cansado y seguramente no querés pelear, pero mañana tengo que contarte algo que se me había pasado por alto-, se cubrió con su típica pericia de viejo embustero.
Ni quise pensar de qué podría tratarse, le dije que “bueno, mañana me decís, ahora descansá”.
-Hasta mañana-, gritó cuando yo ya estaba entrando a mi casa.


***********************************************


(XXXVII)

Para: Hugo Cavalcanti Palacios
Jujuy 1261
7600 Mar del Plata
Argentina

De: Alan Rogerson
Chez M Hugues Danic
2 Rue Malbec Ap.E10
Bordeaux
France

20 Octobre 1985
Querido Hugo:
Muchísimo tiempo sin recibir noticias tuyas. ¿Qué pasa contigo? Espero que vaya bien y que no te aburras demasiado. Te escribí hace dos meses y sigo esperando respuesta. Tal vez me has escrito y no me entregaron tu carta.
Las clases se reanudaron hace un mes y acabo de cobrar mi sueldo. Debo bastante dinero, así que no me queda mucho. Recibo más pasta en las próximas semanas.
Mi vida tiene algunas complicaciones. Hace un mes me asaltaron en mi casa. Eran cuatro golfos, entraron, me pegaron una hostia, me amenazaron de muerte, me amordazaron, me ataron las manos. Después intentaron asomarme al balcón. Fingí un desmayo. Me salvé de puta casualidad. Me llevaron el chequero y gastaron bastante dinero. Ahora tengo miedo de que vuelvan.
Recibí una carta de Kate. Acaba de pasar dos semanas en Madrid. Menos mal que no estuvimos, ¡nos habríamos cogido un pedo fenomenal! Conocí a una chica en la borrachera que tienen en Bayona. Me dijo que me escribiría y que vendría a verme. No tuve más noticias, no creo que quiera salir conmigo.
Doy clases en la escuela de Turismo. Van unas chicas guapísimas, ¡joder! Tienen 20, 22 años y son muy majas.
Ya no bebo tanto, pero de vez en cuando me apetece y me cojo un pedo y ya está. Hay un refrán en francés que dice “Qui a bu boira”, es decir, “quien bebió, beberá”. No dice mentira.
Hace mucho calor aquí. Dentro de dos días estoy de vacaciones. Ya que no estás en Madrid, no iré. Sabes que si no puedo verte, no me apetece esa ciudad. A veces pienso en el banco donde bebíamos coñac juntos. Nos volveremos a ver, estoy seguro. Vuelve a Europa de prisa. Pienso muchísimo en ti. Todos los días miro el buzón y no encuentro cartas tuyas, me digo ‘¿qué pasa con este tío?’
Para ir a la escuela de Turismo debo pasar por los muelles. Hay varias tiendas. En una hay sostenes grandes. Entonces pienso en Josefina. También hay bragas sexys y me imagino a Mme. Chardy, me gustaría mandárselos y ver su reacción.
Volveré a Inglaterra en Navidad. Veré a mi familia, pues la echo de menos.
Te mando un abrazo muy fuerte. Escríbeme pronto. Siempre pienso en ti, pues te quiero un mogollón. Tu amigo

Alan

No hay comentarios.:

Publicar un comentario