jueves, 13 de octubre de 2016

Penales para el primer amor (promo limitada)









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Sinopsis

Aníbal Oreón, Santiago Brines y Mateo Elffman son amigos inseparables, compañeros de aventuras juveniles y cómplices de vicios inaugurales. Transitan por esas rutinarias experiencias fronterizas entre el paso de la niñez a la adolescencia cuando la presencia de una mujer llega para cambiar el carácter bucólico y despreocupado de sus vidas. Amalia los deslumbra a todos. Y los jovencitos comienzan a descubrir hondas pasiones que terminan poniendo en riesgo la hermandad del grupo. Afloran la competencia, los celos, las poses de galantería para conquistar a esa muchacha. Ella representa un mundo desconocido: el primer amor. Y solo uno de ellos podrá tener la dicha de conquistarla.
Años más tarde, desde un encierro forzado en su propia casa, Aníbal recuerda esos momentos iniciales y a la vez definitorios, en que la amistad, el coraje, las ansias de libertad, el nacimiento del sexo y el abandono de Dios se fueron mezclando y determinando la construcción de su destino. Y descubre cómo los sucesos mínimos pueden modificar toda una vida, aun contra la voluntad de decidir sobre nuestro propio camino. Así, una simple tanda de penales terminará por definir varios porvenires, donde no hay vencedores ni vencidos.
En esta novela, el aprendizaje casi siempre parece regido por lo azaroso, la educación y la familia juegan roles incómodos y el amor llega para romper con todas las limitaciones impuestas: no hay edad para enamorarse, ni para equivocarse, ni para sufrir. Al final, lo que sirve son las experiencias


Fragmento 

(...) la amistad, como casi todo en esta vida, también cumple un ciclo. Hay muchos finales posibles, pero el primero de esos finales comienza a gestarse con la aparición del primer amor. Ahí se terminan los amigos, los guías, los íconos de barro que nos venden y los que elegimos para acompañarnos a crecer, los compañerismos aleatorios y los aprendizajes cómplices, la inocencia de la gastada pelotuda, el escrupuloso pudor de la paja, todo eso se va al diablo, como un relámpago, en el preciso instante en que una figura capaz de moverte las fibras ocultas de la pasión se te mete en todo el cuerpo para despertarte de un sueño tan liviano como el aire. Y ocurre con la inauguración de un nuevo paradigma de catalogación personal: cuando ya somos susceptibles de ser juzgados como “hijo de puta” por el resto de la humanidad.

Existe un punto de quiebre, un mojón definitorio que nos resignifica, que nos hace atravesar, con un solo paso, el umbral que nos separa de la niñez y la adultez. Cuando cruzamos el distrito de la inocencia hacia la país de las responsabilidades, cuando dejamos de ser personitas cándidas y maleables para transformarnos en muchachos pillos, tunantes, competitivos sin restricciones, egoístas, pendencieros, capaces de pecar sabiendo las consecuencias de los pecados, y todo una caterva de aptitudes cosechadas para mantenernos a salvo en la selva en que se convierte la vida a determinada edad. Nos vamos haciendo fuertes para sobrevivir a las hostilidades, esas rivalidades que no existían cuando éramos niños. De niños éramos traviesos, inquietos, naturales, inconscientes, atorrantes, vivarachos. De grandes, esas cualidades mutan notablemente, las calificaciones se tornan adversas. Si a los cinco años, dos chiquitines en el jardín de infantes, muy amigos ellos, se disputan la predilección de una compañerita, a base de monerías, galanteos festivos o distinciones lisonjeras, la contienda será reputada como un juego de niños, una competencia inocente ayuna de toda maldad; el pequeño favorecido será halagado, tomado de los cachetes como un juguete, colmado de besos y celebraciones. “¡Qué bonito mocoso!”, dirán todos. El perdedor sentirá el peso de una derrota espontánea, y quizás llegue a molestarse con su contrincante, lo tildará de malo, de feo, de gordo, de petiso, de ruliento, de mocudo, pero jamás caerá en la descalificación insultante. A los cinco años, las categorías de valoración son candorosas y simples. No existe la diatriba colmada a esa edad. Pero si la misma situación se vive cuando en lugar de cinco se tiene trece o catorce años, la valoración sufre una transformación radical, y el sujeto en cuestión pasará de ser un niño malo a ser un joven cruel, un tipo de mierda, un redondo y consumado hijo de puta. ¡Eso: un hijo de puta! Ese es el mojón de nuestra vida: cuando un niño es susceptible de ser encasillado como un hijo de puta, habrá dado el paso justo para transformarse en un adulto. Ningún niño de cinco, seis, siete años, por más que lleve al propio diablo en su interior, puede recibir el calificativo de hijo de puta. No se es un hijo de puta por bajar de un hondazo a un inocente pajarito de una rama; se es cruel, malo, terrible, travieso o mefistofélico, pero nunca un hijo de puta. Si la misma acción es cometida por un muchacho de trece o catorce años, además de cruel, malo, terrible, travieso o mefistofélico, también se es un hijo de puta. Un hombre de maldad cualificada y consciente de su acto maléfico, es un hijo de puta. Y eso sólo se puede comenzar a ser después de cierta edad, cuando en lugar de un pibe maldito pasas a ser un pendejo hijo de puta. Si la chiquita disputada en el jardín de infantes ya es, a los trece o catorce años, una muchacha susceptible para el verdadero amor, los contrincantes utilizarán métodos más sofisticados de conquista, artes cargadas muchas veces de malicia, de trampas o rumores arteros, y la contienda será más ríspida, más furiosa. La carga de la derrota para el desfavorecido tendrá componentes de emotividad más dramáticos; los juicios de valor para el vencedor superarán los tibios “malo”, “petiso”, “narigón” o “malaleche” para transformarse lisa y llanamente en un hijo de puta. 
“El hijo de puta se quedó con la mina que me gusta”. Listo, ya está: pasaste de categoría, te metieron el insulto que te hace recibir de adulto. Dejaste de ser el nene inocente y despreocupado para comenzar a ser el tipo que debe hacerse cargo de sus actos. Tu amigo, tu guía, tu ídolo de barro pasó a ser una persona más, un par, un compañero con quien puedes competir y a quien debes vencer para hacerte fuerte. Lo idílico se transformará en mundano; más terrenal, imposible.

Sin darme cuenta, me convertí, a los ojos de mi mejor amigo, en el hijo de puta que le robó el sueño de tener a Amalia. Y esa verdad, por dolorosa que resultara, debía asumirla como un movimiento ineludible hacia la adultez. (...)

Fragmento de Penales para el primer amor (Capítulo 15)

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