jueves, 2 de junio de 2016

Lolei. Memorias de lo inconfesable (35)


CAPITULO
35

La idea que meses antes me habían comunicado la tríada de vecinas indignadas comenzó a rondar en mi cabeza con más fuerza.
Una internación forzosa en el Neuropsiquiátrico de Melchor Romero me parecía, en principio, un ardid cargado de brutalidad, sobre todo por la manera en que estaba pensado el traslado. Las viejas apelarían a una denuncia por abandono de persona, a su modo de ver y en el fragor de su malestar, excusa suficiente para que una dotación de enfermeros arremetiera en la casa y se llevaran al estorbo comunitario que para ellas resultaba ser Lolei.
Ahora la situación había cambiado, pues el viejo ya había dejado de ser un indigente en estado de aislamiento para ser un indigente a cargo de un vecino, sin ningún parentesco sanguíneo, pero con un indudable lazo de amistad y protección.
“Como amigo y protector podrías buscar una solución a su estado y colaborar con nuestra tranquilidad”, azuzaron las viejas en un encendido encuentro que mantuvimos una tarde en casa de María Luisa.  A esa altura, el responsable de todos los males había pasado a ser yo.
-Si vos te hiciste cargo de Lolei, pues también hacete responsable del descontento que genera para todos-, me retaron.
Pude haber respondido de muy mala manera a las acusaciones, pero entendía que era preferible mantener la cordialidad, hacer posibles aliados y no sumar enemigos. Al fin y al cabo, mi relación personal con la tríada de vejestorios era franca y afable, excepto cuando surgía el tema de mi amigo.
“Entre todos -pensaba yo-, resultaría más factible buscar recursos favorables. Debería servirme de su experiencia, de sus contactos, de sus amistades, para sumar alternativas y arribar a una conclusión feliz para todos. Estas viejas hace una pila de años que viven en La Plata y deben tener por lo menos algún médico conocido, algún contacto con algún asilo, algún camarada en el gobierno, en fin, alguien a quien acudir en busca de ayuda”.
Lamentablemente, una vez más equivoqué en mis presunciones y las viejas, tercamente, se cegaban en la propuesta del neuropsiquiátrico como única salida.
Por momentos, en medio del cúmulo de decepciones, comencé a observar la idea como una escapatoria probable. Pero no hacerlo de una manera obligada sino consentida.
La sola imagen de un ejército de enfermeros llevándose a la rastra a Lolei, en medio de gritos y sacudones, me acribillaba el cerebro. No me entraba en la cabeza. Me hubiese desesperado más que a él. Pero al hacerlo bajo su voluntad, la cosa cambiaba.
Él ya conocía esa experiencia, aunque en circunstancias completamente diferentes. Hacía más de dos décadas había pasado algunos meses por el Melchor Romero, cuando tenía algo más de cuarenta años y bastante más lucidez. Llegó por problemas de alcoholismo y bajo la tutoría de su madre. Ahora debería ser trasladado, tal vez definitivamente, con un estado de salud malogrado, con una economía casi inexistente y ninguna presencia familiar para hacerse responsable de la internación.
Analizando el caso con frialdad, se hubiese tratado también de un abandono de persona, pese a que la garantía de la reclusión sería rubricada por mí. A mí me sonaba que el internado de Melchor Romero no era un asilo para ancianos, era un aislamiento para locos y viciosos.
Además, el viejo me había confesado que no guardaba los mejores recuerdos de aquella estadía.
Sin entusiasmo, y hundido en una etapa de desmoralización similar a la mía, Lolei aceptaba la idea. Sin embargo, en el fondo de nuestros corazones se albergaba una buena dosis de escepticismo. Y aunque el tiempo nos apremiaba, decidimos evaluarlo como una licencia extrema, una solución bien de último momento.



Para atenuar el ahogo, cada tanto nos cargábamos un buen porro y extendíamos la charla hasta bien tarde. Ya los siguientes que fumamos le sentaron mejor que la primera vez y a partir de entonces lo hicimos con más frecuencia.
Para él sobre todo era un bálsamo, porque se sentía jubiloso, a veces optimista, sin alejarse demasiado de su habitual tendencia a la dejadez.
Una noche tiró sobre la mesa una idea arriesgada y bastante original para su forma de ser y de pensar: llamar directamente a un hospital para que se lo llevaran. El planteo era sencillo: “les digo que me siento mal, y cuando vean el estado en que vivo, con seguridad me trasladan. Una vez internado será más fácil conseguir una reubicación en un asilo”, conjeturó. “Después vemos”, rubricó.
Incluso mencionó el número de una ley a través de la cual ampararse para cumplir con la treta.
Esa vez el desilusionado fui yo. De repente se le ocurrían salidas descabelladas, a todas luces impracticables. “Si hay algo de lo que sé un poco es de leyes”, respondió categórico, como previniendo de antemano la victoria segura de su juicio. Desde ya que mi desconfianza se hizo patente, pero tuve la prudencia de no contradecirlo.
Me sorprendí por la forma decidida en que lo expuso. Y no menos me asombré del estado de zozobra que significaba deshacernos de la incomodidad en que estábamos sumergidos. “Este tipo está realmente impaciente, cabalmente intranquilo, completamente loco”, decía para mí. “Con lo que nos está costando hallar un argumento convincente para salir bien parados de este embrollo, se viene con una jugarreta de lo más sencilla, como si fuera fácil”, cavilaba en silencio.
Si fuera tan fácil se nos hubiese ocurrido antes. Tal vez las soluciones estaban ahí, al alcance de la mano, y nuestra tendencia a complicar todo lo había dejado esfumarse una vez más.
Pensando si no sería una alucinación porrera, al día siguiente le pregunté si la idea seguía en pie.
-Por supuesto, nene-, dijo satisfecho-. Y podemos hacerlo hoy mismo.
-Mierda, che, que estás apurado-, lo amonesté.
-Cuanto más tiempo ganemos será mejor para todos. Esto se está volviendo insostenible-, respondió con una lucidez inesperada. Y hasta se animó a redondear descripciones de cómo llevar adelante el plan. Después de hablar un rato, concluyó: “total, el ‘no’ ya lo tenemos”.
Estaba anocheciendo cuando llamé al teléfono de emergencia del hospital Rossi. Otra vez el Rossi, por las dudas. Solicité una ambulancia para atender una persona mayor en estado de descompensación.
-Necesita atención urgente-, dije aparentando desesperación.
-Enseguida vamos-, respondieron.
Corté la comunicación y lo miré seriamente a Lolei: “ya vienen; ya sabés: esmerate”.
-Podemos desarreglar algunas cosas para dar mayor impresión de desamparo-, propuso.
-Yo creo que así como está todo es suficiente-, respondí asombrado por su repentino proyecto. El departamento, con sólo otearlo, revelaba lástima.
-Si querés despeinate un poco-, sentencié.
Lo peor de todo es que me hizo caso.
Al cabo de diez minutos sonó el timbre. Bajé las escaleras con una mezcla de expectación y vergüenza. Eran tres personas: dos jóvenes médicos, una mujer y un hombre, y el ambulanciero, no tan joven como los médicos. Los conduje hasta el primer piso mientras hablaba trémulamente, describiendo la situación. Noté que se frenaron al llegar a la puerta. “Pasen, está por allí”, les dije señalando el sofá. El médico hombre tomó la posta de la atención.
-¿Qué le pasa abuelo?-, le dijo cuando estuvo a su lado. Lolei estaba pálido, pálido de verdad, como si repentinamente estuviera frente a un fantasma. Tenía un gesto de derrota, modulaba con un tono neutro y apagado.
-No puedo caminar, no tengo para comer, no tengo nada de dinero; si no fuera por este chico no sé qué sería de mí-, contó el viejo.
El médico escuchaba.
-Entiendo-, dijo. Pero, ¿qué le duele, qué le pasa?-, agregó.
“Ahí nos cagó”, pensé.
Lolei sacó la mano de debajo de las cobijas y tocó la espalda, a la altura de los riñones.
-Me duele todo el cuerpo-, dijo casi en un gemido.
Observé a la médica, que se había quedado a unos metros de la cama, poniendo atención al resto de la casa. Me acerqué a ella y casi en un susurro le dije “no está nada bien este hombre”. Sólo me miró, con compasión, con la dulzura que emana de la comprensión.
-¿Cuánto hace que está en este estado?-, indagó el médico.
El viejo no respondió, me buscó a mí con la mirada. Todos me miraron.
-Desde que lo conozco y lo atiendo, unos cuatro, cinco meses-, exageré.
-Cinco meses, sí, cinco meses-, acotó Lolei, hombre coordinado para las mentiras.
El médico abandonó al viejo y las consultas fueron a parar a mí. “¿No lo vio ningún especialista antes?”. Respondí que “no”. Y le conté lo de Sánchez Pacheco –sin mencionarlo- y mi visita al hospital. “¿Y no intentaste con algún organismo que se dedique a personas en estas condiciones?”. Entonces le conté sobre mis visitas a los asilos, la posibilidad de Melchor Romero, los resultados adversos de todas las tratativas.
-Tenemos un problema-, aseveró el médico, dirigiéndose a todos los presentes, mirando directamente hacia el sofá cama-. Tenemos un problema: usted es un enfermo social, no podemos trasladarlo ahora.
-¿Enfermo social?-, salté yo desde atrás.
-El hospital es para casos de emergencias, para tratar enfermos físicos, con problemas puntuales. Este hombre -dijo señalando a Lolei pero mirándome a mí-, está sano.
-¿Sano? ¿Usted lo ve sano?- interrumpí.
-Comprendo la situación de abandono –siguió el médico sin atender a mis preguntas-, el entorno en que vive, pero no podemos llevarlo porque pese a la complejidad y al deterioro que presenta, en este momento su salud no reviste una gravedad que amerite su traslado. Debe ser atendido por un área de Salud especializada en estos casos.
-¿A través del gobierno? ¿A través de quién?-, pregunté.
-Pruebe con dirigirse a alguna oficina de Desarrollo Social del municipio o de la Provincia, ellos sabrán cómo ayudarlo-, explicó.
-¡Ningún gobierno hace nada por los enfermos de esta clase; ya lo intenté: nadie se hace cargo!-, me entoné.
-Lo siento mucho-, dijo el médico, poniendo una mano sobre mi hombro-. De veras lo siento, pero nosotros ahora no podemos hacer nada. Que tengan suerte-, le dijo al viejo, que empezó a los gritos como un chico: “¡por favor, sáquenme de acá, no me dejen tirado, necesito irme, por favor!”
La junta de profesionales saludó amablemente y se retiró de la casa. Bajé con ellos, intentando persuadirlos. Aunque entendía a la perfección sus argumentos, no me daba por vencido. “Tienen que ayudarme”, imploré. La médica notó mi desazón y quiso abrazarme, apoyando su mano sobre mi hombro, en señal de solidaridad.
-Un abrazo no soluciona nada, doctora, ni para mí ni para él.
Sin decir una sola palabra dio media vuelta y partió hacia el vehículo. Desde la puerta vi cómo se iba la ambulancia y con ella, buena parte de nuestras últimas esperanzas.
-Estuvimos cerca, te faltó ser más aparatoso en la actitud lastimera-, le dije al viejo cuando volví. Pero seguía tan compenetrado en su personaje que casi lloraba.
-¡Estoy llorando de verdad, la puta que te parió!-, me amonestó.
Y era cierto. Lloraba con reservas, casi sin querer llorar. Más bien eran gimoteos poco convincentes. Pero los ojos estaban rojos y cargados.
-¿Por qué decís que no estuve bien?-, preguntó de repente, dolido.
No supe qué responderle sin decir alguna frase que hurgara inclemente en la herida.
-¿Querés que prepare algo para comer?-, retruqué sabiendo cuál sería la respuesta y consciente de que era una salida adecuada para descomprimir el ambiente. Pero no respondió. Permaneció callado y pensativo.
Lo imité sosteniéndole la mirada, sabiendo en lo inoportuno de poner letra en su silencio.



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(XXXV)

Para: Hugo Cavalcanti Palacios
Academia de Idiomas Gref
Calle Santa Engracia 62 4°
Madrid – España

De: Alan Rogerson
Bar du Moulin
294 Av d’ Arès
Merignac
France

24 Mai 1985
Querido Hugo:
Gracias por tu carta. Esta vez te escribo enseguida ya que dentro de poco tiempo no estarás en Madrid. Espero que vayas bien y que tengas muchas clases. No me extraña que Mme. Chardy haya despedido a Vinicio; tener un profe como él podría generarle problemas. Pobre Vinicio, ¿qué será de él? A lo mejor no hablaba inglés pero conocía la gramática. Lo siento por él. Volviendo al asunto de Mme. C, ¿sabes que no mandó la carta que necesitaba mi abogado porque “no lo merezco”? Otra vez me dejó por los suelos por teléfono.
Dentro de unos días el alemán que me atropelló va a comparecer ante el juez. Van a determinar la cantidad de dinero que debo cobrar. No prometo nada, pero si lo recibo te mandaré algo. Ya no tengo clases es la escuela porque dentro de una semana mis alumnos pasarán a las vacaciones. Dejarán el inglés hasta el año que viene. El jefe de la escuela me dijo que podría volver a dar clases. Mme. Chardy había jurado que me echarían en 15 días y ya llevo 4 meses trabajando. Bruja hija de puta.
Tal vez regrese a Inglaterra dentro de poco tiempo. No he logrado hallar trabajo y no puedo quedarme aquí si no doy clases. Recibí una carta de Kate ayer. Me dice que no tiene novio y que tiene ganas de verme. ¿Piensas que tengo el derecho de atar los cabos sueltos? ¿Me está tirando indirectas? Me dijo que sus padres quieren que salga con un médico y no con un estudiante. ¿Me imaginas en una verbena de su jardín con su padre, con la fraternidad médica de su padre?
Rob me dijo una vez que le habían invitado a una verbena bastante repipi, se compró un traje nuevo. Había un terraplén y abajo, gente, sentada alrededor de las mesas. Rob, en estado de embriaguez, se tumbó en el terraplén, se durmió y en un momento dado empezó a dar vueltas hacia la gente. Lo vieron llegar y se armó un desparramo de tíos. Volteó sillas y meses, como palos de bowling.
Tengo que escribirle porque le quiero mucho y pienso que él me quiere o me quería. ¿Sábes? Si te quedas en México nos podríamos ver, dado que no es muy caro en avión desde Inglaterra. Da mis recuerdos a Pepé y a Julio en Malasaña, diles que pienso seguido en ellos.
Te doy un abrazo muy fuerte, tu amigo para siempre
Alan

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