jueves, 21 de abril de 2016

Lolei. Memorias de lo inconfesable (33)


CAPITULO
33

La seria postura que Lolei manifestó la noche del porro me obligó a moverme con mayor certeza y buscar caminos seguros para su futuro.
Él tenía miedo de quedarse solo otra vez, de que fuera abandonado y no pudiera sobrevivir. Y esta vez el temor era auténtico: pasaban los meses, se acercaba el fin de año, se acercaban mis ansiadas vacaciones y yo no podía continuar encadenado a él. Si resultaba problemático salir un sábado por la noche, habría que imaginarse lo que hubiese sido tomarme siquiera una semana entera para pasar las fiestas con mi familia, a trescientos kilómetros de La Plata. Él entendía perfectamente la situación y adivinaba las posibles consecuencias.
A esa altura de los acontecimientos, tampoco yo lo hubiera aceptado. Nunca me interesaron las fiestas navideñas, mucho menos importancia les daría ese año. Con o sin los absurdos festejos de por medio, hacia esa fecha se cumplirían alrededor de siete meses de permanecer en La Plata sin ver a buena parte de mi familia, de mis amigos, de mi ciudad. Y aunque en el fondo no me preocupaba demasiado esta circunstancia, también era cierto que un descanso fuera de ese ámbito no me vendría nada mal.
Había sido un período intenso y agotador. Fueron demasiados sucesos en poco tiempo, más de los que hubiese deseado vivir. Sin dudas la presencia del viejo y la relación que nos fue juntando hizo que cada día pareciera más largo, cada suceso más crecido, cada vida más cargada. A mí me aparentaba estar viviendo dos vidas a la vez, una más problemática que la otra. Y sin dudas, esta era la de Lolei. Por lo pronto, ambos sabíamos que la aventura no podía durar mucho más y la búsqueda de una solución para su porvenir era urgente.
Veníamos arrastrando sinsabores en ese sentido desde que nos habíamos conocido. No fue que nos pusimos a actuar a último momento. El planteo se lo había hecho desde el vamos, cuando ya era evidente que quedaría a su cargo. Y eso ocurrió apenas nos hicimos amigos, en esos días en que yo pasaba por su casa, hablaba con él, compartíamos alguna vianda que yo llevaba, lo ayudaba en cuestiones del quehacer diario, pero sin involucrarme más de la cuenta.
De repente la poca gente que se le acercaba para tenderle una mano, como la tal Marcela de la limpieza o los evangelistas que cada día le acercaban un plato de comida, desaparecieron para siempre. Tiempo después, cuando la situación era irreversible, me confesó que los había ‘despedido’ amablemente. “El pibe del departamento I se va a hacer cargo de mí”, dijo que les dijo. Y no volvieron más.
Después de esa confesión, comprendí que no era yo quien me había enredado con el viejo sino que el viejo me había atrapado a mí. Me metió en su casa y en su vida casi por obligación. Pero a esa altura, cuando me lo contó, no había nada para reprochar.
Las cosas se dieron así y punto. Estábamos los dos jugados y con pocas fichas.


La primera excursión que había ensayado para intentar remediar el deplorable presente de Lolei fue en hospital Rossi. Por pedido del viejo, traté de contactarme con su médico personal, el Dr. Sánchez Pacheco. Este profesional linajudo era quien le había ordenado que se realizase unos estudios neurológicos apenas comenzó a sentir síntomas de debilitamiento y su estado de salud empezaba a decaer. A juzgar por la fecha de los resultados, habían pasado dos años. Fueron los primeros y últimos exámenes realizados. Con ese escaso antecedente entre mis manos fui a visitar al médico al hospital.
Unos días antes había hecho un intento más osado: llamarlo a su teléfono particular, supongo que a un horario incómodo para un trabajador de la salud, y explicarle la situación. “Soy fulano, le hablo de parte de mengano, él me pidió que lo llamara a usted, está atravesando una situación difícil, quería saber si existe la posibilidad de que lo visitase, etc”, pude haberle dicho.
Con un tono seco aunque no descortés, me recomendó que fuera a verlo personalmente al hospital, “atiendo todos los días a partir de las nueve”.
Quise explicarle la dificultad de trasladar al paciente y su respuesta fue tajante: en el hospital Rossi, a partir de las nueve de la mañana. Agradecí su atención y colgué.
Lolei ni se inmutó cuando le comenté las pocas alternativas ofrecidas por el médico. Sabíamos que era imposible movernos hasta el hospital. De inmediato adiviné cómo continuaría el trámite. “Mañana mismo voy a verlo”, comuniqué, redundante, pues no cabía otra opción.
El Hospital Interzonal General de Agudos Prof. “Dr. Rodolfo Rossi” quedaba a unas doce cuadras de nuestra casa. Hacía allí fui caminando una gélida mañana, cuando aún no había despuntado el alba. Conseguir un turno en un hospital público no era sencillo y la atención por orden de llegada implicaba la innoble tarea de madrugar y resignarse a esperar.
Llegué lo más temprano que pude y ya había unas treinta personas aguardando por el mismo cometido. Prevenido, había llevado unos apuntes para repasar. Esa misma mañana tenía un examen y era mi última oportunidad para regularizar esa materia. Finalmente no llegué a tiempo y quedé libre; nunca más pude recursarla. Pero esa es harina de otro costal.
Obtuve mi turno correspondiente y seguí esperando, mientras observaba el entorno de pacientes desparramados en la sala. Madres con sus pequeños en brazos, ancianos tullidos, el ir y venir de enfermeras y mucamas, el bullicio, el aroma aséptico, el tiempo acelerado. Dos horas más tarde –tal vez hayan sido más- entré al consultorio del Dr. Sánchez Pacheco.
Me recibió con seriedad, apenas me tendió la mano y sin ambages, preguntó el motivo de mi consulta. Sinteticé lo que pude, mostrándole el estudio que llevaba dentro del gran sobre marrón, rubricado con su firma y su sello. Lo abordé, equivocadamente, como si en lugar de un simple paciente fuera un viejo amigo de Lolei. El viejo me había vendido esa imagen de su médico. Pero resultó que era uno más de los cientos de enfermos que atendía cada día.
-Ese estudio es muy viejo-, me alertó con sequedad. Repetí casi el mismo discurso de mi presentación y sólo pude agregar una pregunta, quizá la única que se me ocurrió: “¿qué podemos hacer de ahora en adelante?”.
-Traelo para que lo vea-, sentenció.
Intenté explicar lo dificultoso que resultaba. No se dejó impresionar por mi ruego. Porque ya para entonces mi acento era suplicante.
-Apenas si puede caminar unos metros hasta el baño y necesita la ayuda de otro -insistí yo-, no hace nada por sus propios medios, vive en medio de un chiquero, no tiene un solo peso, está cada día más debilitado.
No obtuve más respuesta que una mirada intrascendente. Entonces apelé a mí último recurso: le pedí que se acercara hasta la casa para revisarlo; yo le pagaría la visita.
-No hago visitas a domicilio, si querés que lo vea, traelo a partir de las nueve de la mañana-, respondió categórico, inflexible, inhumano.
-Gracias, muy amable, su gesto me conmueve-, dije levantándome de la silla y tendiéndole la mano para despedirme.
No me devolvió la reverencia, tampoco contestó el saludo. Me demoré unos segundos para meter el sobre en la mochila, como aguardando en ese ademán un signo de arrepentimiento, de lástima hacia Lolei. O un insulto hacía mí. “Tal vez cambie de opinión”, pensaba. Pero cuando alcé la vista ya tenía en su mano la ficha del próximo paciente en espera y se encaminaba hacia la puerta. Pasé a su lado esquivándolo, sin mirarlo, y salí.
Lolei se sorprendió por la frialdad con que fui recibido.
-Es raro, el Dr. Sánchez Pacheco es casi una eminencia, siempre me trató de la mejor manera-, justificó.
-Pues será todo lo que quieras, pero a mí me cortó el rostro –hice una seña cruzándome la cara con un dedo- y me atendió como el culo.
Supuso que había actuado así porque no me conocía. Sugerí que fuéramos hasta el hospital, como el médico lo había solicitado. Respondió con una de sus frases de cabecera: “no voy a poder”.
-Entonces qué hacemos-, pregunté. El viejo no dijo nada-. Si se nos agotan tan rápido las ideas no vamos a llegar a ninguna parte-, reproché.
Debo aclarar a esta altura que Lolei tenía una palmaria tendencia a delegarme responsabilidades, aún aquellas que lo involucraban en cuestiones esenciales. Aposté a una nueva alternativa: que fuera él quien hablara por teléfono con su médico.
-No tengo cómo hacerlo-, se atajó de inmediato, siempre poniendo un pero a cualquier atisbo de solución.
-Pero yo sí tengo-, dije expectante, como si hubiese descubierto la vacuna contra el sida. A veces se nos agotaban las ideas; otras nos pegábamos una formidable siesta mental.
Bajé a la noche con mi teléfono celular, del tamaño aproximado de un estuche para anteojos.
-¿Y eso qué es?-, preguntó sorprendido el viejo. Tuve que explicarle que ahora existían teléfonos sin cable. En esa época no abundaban los móviles y para él resultaba una novedad digna de asombro.
-Hagamos la prueba: no te pongas nervioso pero acudí a la clemencia si hace falta. Sabés cómo hacerlo…-, demandé.
Marqué el número de Sánchez Pacheco y le alcancé el teléfono. Atendió otra persona y al cabo de unos segundos le pasaron con su médico. Como lo notaba inquieto, me alejé hasta la puerta para que hablara relajado, para que no se sintiera intimidado. Por ahí alguna mentira surgía con más naturalidad si estaba solo.
Por lo que alcanzaba a oír, la conversación transcurría por caminos similares a los transitados por mí en el hospital. El viejo decía “me es imposible salir de acá, no puedo ir hasta el hospital, le agradecería que usted viniera a verme, créame que no estoy en buenas condiciones”.
Adiviné que el doctor estaría respondiendo lo mismo que antes. Lolei lo corroboró después de cortar la comunicación.
-No hubo caso, quiere verme en el hospital-, dijo angustiado.
-¿No conocés a otro médico más compasivo?-, cuestioné al rato-. Hace cuarenta años que vivís en esta ciudad, tenés infinidad de amigos, no es posible que no conozcas a otro médico-, dije ya en tono irascible. Que este tipo se vaya a la puta que lo parió. Busquemos otro.
El viejo se quedó mudo, pensativo. Entendí perfectamente: no tenía un solo amigo, un maldito allegado, un tipo cualquiera con intenciones de verlo o ayudarlo. No tenía a nadie a quien recurrir. Peor aún: no tenía a nadie más que a mí. Traté de serenarlo: “ya veremos, tomémoslo con calma, ya veremos”, le dije.
-Me cago soberanamente en mi puta suerte-, me dije a los gritos, en absoluto silencio.



(XXXIII)
Para: Hugo Cavalcanti Palacios
Academia de Idiomas Gref
Calle Santa Engracia 62 4°
Madrid – España

De: Alan Rogerson
Chez Bernard Le Guillon
20 Résidence du Port
Andernos-les-Bains
France

15 Mars 1985
Querido Hugo:
Gracias por tu carta, ¿qué tal estás? Me alegra saber que tienes muchas clases. El único problema es que, lo sabemos todos, esta situación no va a durar. La riqueza adquirida por el trabajo no existe. Yo también sigo trabajando, me pagan bien. Pero si no trabajo, no cobro.
Tengo dos semanas de vacaciones dentro de quince días. Tal vez vuelva a Inglaterra. Tendré que ir buscando otra cosa, porque dentro de dos meses ya no habrá más clases, es verano. Iré a Biarritz.
Hoy escribí una carta de Kate. La vi en Navidad, nos cogimos un pedo juntos. Desgraciadamente estaba con sus primos y eran más grandes que yo, por eso decidí no propasar. Si hubiera estado sola le habría preguntado si podía besarla. Tengo bastante experiencia en ese campo. Pienso que te escribirá, pues pidió tus señas. Quiere trabajar de enfermera en Argentina.
¿Has arreglado tu riña con Vinicio? Leímos lo de tu pelea en los periódicos, aún había gente en las calles coreando ‘Hugo, borracho, mil veces más plomo’.
Como ves, ya no vivo donde estaba antes. Me cogí un pedo y puteé a todo el mundo. Le dije malas cosas, no sé por qué… nadie me había hecho nada.
Me gustaría verte antes de que te fueras, pienso mucho en ti. Nuestros viajes a Valencia, a Badajoz, nuestras visitas al cine, tu carta de renuncia, nuestras peleas cuando estábamos borrachos, nuestros bocadillos. Todo eso lo guardo como un buen recuerdo, y te lo debo a ti. Nunca podré ayudarte con dinero, lo haría de buena gana si pudiera como tú me ayudaste a mí. ¿Qué hubiera hecho sin ti, Hugo?
Me despido de ti con un gran abrazo. Escríbeme, querido amigo
Alan


PS: Estoy en un bar. ¿Te acuerdas cuando íbamos al bar con música enfrente del otro? Tú ponías ‘Qual idea’, de un conjunto italiano. Pues ahora estoy escuchando la misma canción.


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