CAPITULO
28
El
artículo sobre el coronel Monteagudo conformaba apenas un esbozo de una obra
extensa y notablemente documentada que nunca terminó.
Apuntes,
entrevistas, fotografías, copias de partidas de nacimiento y bautismo, árboles
genealógicos interminables, correspondencia con familiares y expertos, cientos
de páginas prolijamente mecanografiadas, formaron parte del nutrido archivo que
Lolei embaló y desempacó en incontables traslados.
Todavía
hoy descansan en una derruida valija de cartón, junto a notas similares sobre
otros personajes de los que se ocupó con esmerada diligencia.
La
primera vez que accedí a ese arsenal de hojas que conformaban un archivo
ecléctico y apetecible, estaba ordenando la casa mientras el viejo descansaba
en el living, bien aseado y bien almorzado.
Ese
día había tenido la ayuda invalorable de Gabriela, amiga de una amiga que se
había ofrecido para la colaborar con la tarea.
Fue
un sábado luminoso y trabajamos arduamente gran parte de la jornada. Arrancamos
bien temprano y lo primero que le tocó a Lolei fue el baño. No hubo peros ni
porqués, como cada vez que lo “amenazaba” con el aseo. El tipo se sentía
intimidado cuando escuchaba palabras como ‘agua’, ‘esponja’, ‘jabón’, limpieza’. La presencia de una
señorita lo mantuvo en sus trece.
Obedeció
con mansedumbre y no hubo siquiera un amago de berrinche.
-Al
fin te portaste como un hombre-, le dije más tarde, cuando todo había
terminado. El tipo se volvía más dócil cuando no estábamos solos.
Con
Gaby laburamos como ilotas. La enjuagada, por supuesto, quedó para mí solo,
porque el pudor del viejo no le permitía exponer sus vergüenzas delante de una
dama. Y mucha razón tenía.
Entonces,
mientras yo cumplía con la parte más íntima, ella acometió con el living. De
movida convinimos que la cocina no se tocaba. Era imposible poner en orden en
semejante roña. El mejor orden sería vaciarla y hacerla de nuevo. Por eso
cuando Gaby arrancó con el living sentí que le dejé la peor parte. Pero ella lo
hizo con un gusto y una disposición elogiables.
Todos
estábamos contentos esa mañana. Hasta Lolei se reía mientras lo refregaba de
arriba abajo con la esponja. Después aclaró que se reía porque le hacía
cosquillas. Pusimos música para amenizar la velada. Y la casa del viejo era una
fiesta.
Ya
limpio y acicalado, lo acomodamos en el dormitorio, adonde habíamos llevado la
mesa del comedor, en parte para despejar el living y facilitar la limpieza. Lo
sentamos en una silla. Aguantó con estoicismo, hacía mucho tiempo que no
permanecía sentado en una silla sin sentir deseos de acostarse. Argumentaba que
esa posición le hacía doler la espalda. Pero se quedó bien piola mientras
nosotros profundizamos con la purificación del resto de la casa. Habíamos
abierto las ventanas y mantuvimos la puerta de entrada también abierta, algo
que no ocurría desde hacía bastante.
Desde
que yo estaba a cargo de su cuidado y atención, las quejas del vecindario hacia
Lolei habían menguado. Y aunque nadie se acercaba a prestar ayuda, sí
celebraban que al menos se hiciera algo para sacar ese olor insoportable que
manaba del E.
El
viejo y Gaby se llevaron bien desde un comienzo. No había nada que hacerle: el
tipo medio se atolondraba ante una presencia femenina y lo hacía comportarse
como un caballero. Para mejor, además de generosa, Gaby era muy linda y muy
inteligente. Acababa de recibirse en la carrera de Comunicación Audiovisual.
Justo unos días antes había obtenido la licenciatura con orientación en
Realización de Cine, Video y TV, tras defender su tesis sobre los géneros de
terror y de horror. De inmediato él comenzó a llamarla la directora de cine, y
por más que ella le explicara que no lo era, al viejo no le importó y siguió
refiriéndose de esa forma mientras permaneció en la casa.
Lo
cierto es que se la pasaron hablando de películas del año del pedo, de la época
en que el viejo era un amante irredento del cine. Mientras los dos se instruían
sobre historias cinematográficas, yo continuaba con lo mío. “Ustedes hablen que
yo laburo”, bromeaba. Hasta cierto punto bromeaba, pero era un aviso para el
viejo, que se encargaba de cooptar literalmente a mi compañera y no la dejaba
escapar de su lado. Era gracioso ver cómo me ignoraba; yo casi no existía para
él en ese momento. Gaby de acá, Gaby de allá, casi un juego de galantería. Por
supuesto que la sometió a un interrogatorio exhaustivo. Ella accedía gentil a
cada pedido. Parecía estar tratando con un chico. Y yo estaba de lo más
aliviado.
Después
de depurar el living, tarea que nos llevó más tiempo de lo esperado, encaramos
un descanso con almuerzo incluido. Una especie de picnic con sánguches de miga,
gaseosa y hasta una torta que había llevado ella. De más está decir que el
viejo morfó como un presidiario siberiano.
Lógicamente,
después quiso entrarle a la siesta y lo acostamos en su sofá cama, que tenía
hasta sábanas nuevas. Nosotros arremetimos con la habitación y el baño.
Enceramos el piso de parquet después de varios años. Le pasé la lustradora que
gentilmente me prestó mi vecina Dora.
Mientras
Gaby se dedicaba al baño, yo acomodaba el ropero. Era gigante, ocupaba toda una
pared. Estaba lleno de ropa vieja, sábanas viejas, toallas viejas, telarañas
viejas. En cajas de madera finamente talladas encontré miles de fotografías. En
varias valijas, papeles y recortes. En una de ellas, de tamaño mediano, estaban
sus trabajos genealógicos y sus escritos literarios. Apenas si la revisé y la
dejé a mano, para repasarlas más tarde.
Terminé
de acomodar lo que pude y el mueble quedó un poco más prolijo. Gaby acabó con
lo suyo y al rato coincidimos en dar por finalizadas las tareas de
recomposición general del departamento E.
Nos
juntamos en torno al viejo para charlar. No dejaba de agradecernos.
Tampoco
dejaba de poner gran parte de su atención hacia la dama, a quien colmó de
elogios y alabanzas. Y como para que el realce fuera mayúsculo, Gaby le
prometió que llevaría de visita a su madre, que era médica especializada en
ancianos y por esos días estaba en La Plata para celebrar la exitosa
culminación de su carrera universitaria.
Con
esta noticia los gestos de agradecimiento del viejo se tornaron empalagosos.
Varias
veces repitió que no se olvidara de volver con la madre, tal cual había
prometido. Cuando nos fuimos le expliqué a Gaby lo obsesivo de ese
comportamiento.
-Nunca
digas algo por decirlo, si prometés algo tratá de cumplir porque si no lo hacés
te taladra el cerebro. Tiene un miedo irreprimible a quedarse solo, a que no lo
atiendan, a que lo abandonen. Te lo digo por experiencia: por más que sabe que
volveré al día siguiente, no existe despedida en que no me repite esa frase,
que vuelva, que no me olvide de él. Todos los días dice exactamente lo mismo.
Necesita estar seguro. Como si sintiera que cada cosa que se hace por él
resultara insuficiente, pide más y más y más. Y te prende de tal manera que es
imposible evadirse. Esto te lo pido yo: mañana, aunque sea por cinco minutos,
tratá de venir a verlo. No sabés cuánto te lo voy a agradecer.
Gaby
y su madre volvieron al día siguiente. La médica hablaba conmigo mientras el
viejo no se despegaba de la hija. Apartados de la escena, le mostré unos
estudios que Lolei se había realizado hacía ya un par de años. Ella preguntaba
y yo respondía lo poco que sabía. Era difícil hacer un diagnóstico preciso con
tan pocos elementos, pero a juzgar por esos resultados, más algunos
comportamientos del presente y del pasado inmediato, sumados a las respuestas
que Lolei le había dado ante sus requerimientos, la especialista, con suma
prudencia, arriesgó a prescribir que lo que padecía no era nada alentador. “Con
el paso del tiempo podría tender a empeorar”, me confesó.
Era
necesario actuar rápidamente. Pero el panorama era muy complicado. Expliqué el
alcance de las dificultades y lo entendió. Comprendió también mis propios
obstáculos para ponerme al frente de la situación.
Agradecí
infinita y sinceramente la ayuda que me estaban brindando, pero entendió que el
día a día se hacía cada vez más agobiante y en esa pelea cotidiana éramos
solamente dos: el viejo con sus crecientes complicaciones y yo con las mías,
que no eran pocas.
Y
la peor noticia para todos, pero más que nadie para el viejo, era su total y
absoluta dependencia hacia mí. Y por consiguiente, mi total y absoluta entrega
hacia él. No armábamos un buen ejército para luchar contra una realidad cruda y
cargada de limitaciones.
Gaby
y su madre mostraron sus mejores intenciones. Nos dejaron los mejores augurios.
Los
días fueron pasando y nuestras vidas continuaron sus propios caminos. No
volvimos a vernos más.
Ya
lejos de La Plata, el viejo siguió preguntándome por la directora de cine. Sólo
supe contarle que se había ido a España y que seguramente le estaría yendo muy
bien.
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(XXVIII)
Para: Hugo Cavalcanti
Palacios
Academia
de Idiomas Gref
Calle
Santa Engracia 62 4°
Madrid
– España
De: Alan Rogerson
Chez Pazinette
Cidex 307/1
33950 – Lège-Cap Ferret
France
19
Juin 1984
Querido amigo Hugo:
Siento
no haberte escrito desde hace mucho, pero como verás ya no trabajo más en el
camping. Tuve un follón con la mujer de mi jefe; todo pasó en cinco minutos y
sólo te diré que no hice nada, en absoluto. A las 7 de la tarde todos estábamos
comiendo tranquilos, dos minutos más tarde esta mujer se puso como una fiera y
me echó. Todavía no sé por qué. Mi amigo y yo buscamos explicaciones y llegamos
a la conclusión de que yo no le caía en gracia a la bruja esa. Te lo digo de
verdad, Hugo, y tú me conoces, me llevo bien con todo el mundo, pero con esa
señora no. Intenté romper el hielo varias veces y no lo logré. Era alcohólica y
cambiaba de humor cada cinco minutos. Yo no me sentía a gusto con ella y se ve
que ella tampoco conmigo. Discutimos por una tontería y me echó. Ya está.
Ahora
trabajo en un bar, a 1 kilómetro del camping. Ya tenía amiguetes en el bar. El
patrón, cuando fui a despedirme de él, me ofreció trabajar. Me puso una
condición: que no me cogiera pedos, pues ya me había visto varias veces
luchando contra la abstención alcohólica. Hice una prueba durante unos 10 días
y ayer me dijo que podía quedarme hasta finales de agosto, o septiembre.
Trabajo
de camarero, sirvo a gente en la terraza y trabajo en el restaurante. Cobro 12%
de lo que hago. Todavía no sé cuánto he ganado hasta ahora, pero en pleno
verano ganaré bastante dinero. Además, no he bebido una puta gota de alcohol.
Ya ves, Hugo, cuando hace falta puedo ser formal; es ajeno a mi carácter pero
lo puedo hacer. Antes no, ahora sí, puedo decir que cambié un poco, pero sólo
un poquitín, en el fondo sigo siendo un desastre, un puto cogepedos como René
“joder, Rosa se enfadó” Zelaya.
Aquí
tengo muchos amiguetes, como en el camping. Ahí también me conocían y tenía
crédito en el bar, todos los camareros me conocían. Los echaré de menos.
¿Y
tú, querido amigo, cómo estás? Hablé demasiado de mí y de mis follones, ahora
te toca a ti contar tus cosas.
Te
doy un abrazo, el abrazo más fuerte de toda Europa, tu amigo que no te olvida y
espera noticias tuyas. No te marches por favor antes de que yo llegue. Quiero
volver a verte en septiembre. Un abrazo
Alan
PS:
Me he hecho amigo de un argentino que come en el restaurante todos los días. Un
muchacho joven y rubio que se llama Martín y es tenista profesional. Le daré
tus señas. Es una persona cojonuda, aunque abstemio. Pero al llegar la
Revolución Alcohólica no le mandaremos al paredón como a los demás, a este sólo
le encarcelaremos a perpetuidad.
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